jueves, 22 de marzo de 2012
El jacinto y la tortuga
Los jacintos son efímeros y se manifiestan con brevedad. Son breves sus pétalos y evanescente su aroma, como en evocadoras ráfagas que huyen esquivas, desvanecidas. Su floración finaliza desde el principio como desde el principio todo languidece y su proceso apura el tiempo y mengua como la persistencia lo hace en la voluntad. La naturaleza gesta así su proeza, acometida con la diligencia premonitoria del fin. Lo hace de una forma desmedida, llevando al Jacinto de la apoteosis de sus azules, al verde vegetativo en apenas unas horas. La flor tan pronto corona las aguas prístinas del estanque, como flota sobre el légamo y no hay en ello una exención a la filosofía.
Es esta una planta nihilista y no lo sabe. Se asoma a la vida y pasa de soslayo por el ciclo finito que otros seres desearían inmortal. Vive escindida de la longevidad, lo hace de una manera intensa, acotada y libre. Florece en los ribazos y marchita su celeste esplendor apenas en unas pocas noches de plenilunio, con la premura estelar que las perseidas dibujan en el cielo nocturno de Agosto.
En el mismo hábitat lacustre la tortuga arrastra en su cóncavo caparazón la pecaminosa herencia de los rufianes y siendo ese su lastre parece cabal la penalidad con que ejecuta su parsimoniosa deriva. Su peregrinaje es atemporal, como así resultan los pasajes de la vida ralentizados por el sufrimiento. La tortuga calcula sus horizontes negando su superficie y extensión y sopesa cuanto en su ciclo vital encomendará al esfuerzo de coronarlos. Y frente a la celeridad del mundo que pasa, congela el gesto y sus percepción de una realidad distinta le permite ser el único testigo fehaciente de las fotografías pixeladas hasta el infinito, como congeladas instantáneas, que a nuestros ojos no son más que una secuencia vertiginosa y olvidadiza de fotogramas superpuestos.
Trato de comprender el desarraigo de los jacintos, carentes de anclajes, desprovistos de verdaderas raíces al socaire de la brisa que les conduce por insospechadas derrotas, entre cauces que son un destino incierto, apremiados por una fertilidad transitoria y urgente.
Trato de comprender a la premiosa y reumática tortuga con su óseo corsé a las espaldas, ventruda a la inversa, pero cuidadosa de que sus patas aferradas a la tierra que pisa, jamás dejen de hacerlo porque su vulnerabilidad depende de ello.
Y mientras me decanto por una metáfora aplicable a mi propia vida, comienzo a poner en claro todas las moralejas de todas las historias de todas las vidas. Y asi, conozco que hay que florecer con la belleza del Jacinto todos los días que vive la tortuga; como esta, exaltar la pausa, contribuir a su belleza, o mejor aun, observar la belleza desde la pausa. Y mientras pienso en la flor y en el quelonio, yo, ecléctico como pocos, resuelvo inspirarme en el desarraigo de la primera para no negar ninguna evasión que desee, y como no, en la estabilidad de la segunda, para echar raíces, allá donde mi lento bagaje haga brotar mis flores, mi caparazón. Esta vez en la tierra, sobre la tierra.
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