No se me ocurre otra forma de
expresar un estado de ánimo. Tengo una ocupación que me permite vivir, un lugar
donde hacerlo con dignidad, y una salud que no aparece reflejada en gráficos a
la baja en el pie de una cama. Mi cuenta bancaria no rebosa como la de algunos
acaudalados ciudadanos adscritos al Forbes pero su apunte está en números
negros en la cuenta del debe, por lo que el director de mi entidad bancaria
todavía no me ha negado los buenos días.
A pesar de estos tiempos recesivos
que se viven, muchas personas están instaladas en situaciones parecidas solo
que no lo saben. Como el trabajador de un Organismo público que esta mañana discutía
airado detrás del mostrador por un expediente que le habían endosado
perteneciente a otra sección diferente a la que ocupaba. Cuando llegó mi turno,
me atendió de manera displicente con una mueca indisimulada de contrariedad en
el rostro y un tono desabrido y poco amistoso. Una excepción sin duda porque mi
experiencia con otros funcionarios ha sido siempre positiva, eficaz y cordial.
Pensé que con su aspecto rubicundo, un trabajo vitalicio y una actitud
diferente, a aquel hombre las cosas no le irían tan mal.
Las sonrisas imborrables o la
regularidad anímica son sin duda un imposible o un artificio. El ser humano es
infeliz por naturaleza. Pero no siempre resulta difícil relativizar. Entre un
caviar Almas y un plato de arroz
hervido hay una amplia variedad de alimentos con los que nutrirnos y tesituras
vitales a caballo entre el triunfo y la tragedia. Nuestra proyección en el
trato con los demás no puede depender de un mal despertar, de una avería en
nuestro coche o de un virus que se ha instalado en nuestro disco duro.
Y salvo psicopatías u otros
trastornos nada más fácil que empatizar. Empatizar empapándonos de las
desgracias del mundo, sin equidad ni misericordia. Y si el mundo resultase muy
grande, hacerlo a la vuelta de la esquina.
El otro personaje de esta
reflexión trabaja en una cafetería. Ayer me decía que trata de ser agradable
con los clientes porque de eso depende su trabajo. Poco más…. su marido en paro
desde hace dos años, un niño enfermo al que debe pagar la prótesis y un
alquiler que sostiene su techo.
Empaticé. Creo que nunca un café
con leche me ha sabido tan bien. Bendeciré mi suerte y sobre todo me tragaré
mis menudencias sin improntas de carácter que contaminen a los demás.
Los que no pueden decir a mí también me va bien no se lo merecen.
Jesús