viernes, 22 de enero de 2010



"Memorias llenas de ausencia " Dario Mijango.


El tercer hombre

Aquel hombre caminó los arenales entre carcasas de bivalvos y estrellas de mar fosilizadas. Las olas espumosas, morían a sus pies, como el desmayo de un mar epiléptico que recobraba la consciencia en nuevos impulsos hasta la playa. Miró a lo lejos, mar adentro, y tuvo la impresión de que un cuerpo luchaba contra las olas alzando los brazos entre ondulados golpes de mar. Aguzó su vista entornando los ojos, y lo vio claramente: un hombre se debatía al límite de sus fuerzas, intentando alcanzar la costa. Nunca había sido un buen nadador. El mar, desapacible, disuadía a la razón de la posibilidad de una inmersión. Miró alrededor buscando una presencia, alguien en quién delegar, a quién recabar auxilio, pero la costa solitaria le negaba cualquier presencia humana. Pensó en su vida, desde su niñez, hasta sus treinta y seis años, y lo que vio, como en una telemetría existencial, no fueron logros u objetivos alcanzados, solamente sucesos, secuencias de acontecimientos vitales que produjeron sentimientos encontrados, sensaciones de satisfacción y de tristeza. Pensó en su mujer y en su hija y de pronto borró su mente y sin ningún silogismo pío, se lanzó al mar proceloso, en dirección a aquel cuerpo que braceaba entre corrientes, que combatía la muerte sumergida entre corales y colonias fantasmales de algas.
Poco a poco las rompientes amainaron sus embates, la espuma o la rabia del portador del tridente, sofocó su tono, y los pájaros marinos sobrevolaron las orillas. Una calma funesta invadió el litoral, solo alterada por el murmullo acompasado de la marea.
La arena mojada reflejaba la transición de las nubes y era ahora el albacea de su mar. A donde el llegaba, lo que había engullido o lo que a él había sido arrojado, se manifestaba en su húmeda superficie. Las maderas hinchadas de mesanas quebrados, botellas con mensajes de tierras exóticas, algunas sirenas desterradas por enamorarse de grumetes a los que indultaron en su aliento, y seres humanos que dieron su vida por otros. Aquel hombre yacía sin vida entre cangrejos insidiosos y gaviotas acechantes. No muy lejos, otro cuerpo tumefacto con sus ropas en jirones, era mecido por las olas con un compás tétrico e inanimado.

Durante un tiempo la muerte fue el epicentro de un cuadro con motivos marinos. Salió el sol del mediodía y brillaron las colas de sirena al tiempo que algún destello de un verde intenso delataba un membrete de isla lejana en el interior de las botellas. Del confín de la playa, donde los ecosistemas se entregan al mestizaje, casi rayando el bosque de pinos, surgió una figura humana. Avanzó titubeando en dirección a la orilla. Alzaba la mano a su frente a modo de visera en ese gesto inútil por otear el horizonte difuso. Pronto su paso fue decisivo. Se acercó al primer cuerpo, el del hombre que fue infructuosamente auxiliado y lo arrastro hacia la arena seca. Enseguida se percato de su fallecimiento. Desde lejos se podía interpretar que frotaba su pecho y sus piernas intentando devolverle algún atisbo de vida, desde lejos aquel hombre tomaba un relevo de humanidad que antes había sido ejercido en ese mismo escenario.
Cuando se dirigió al segundo cuerpo, perteneciente al fallido socorrista su procedimiento fue el mismo. Desde lejos se podía interpretar que frotaba su pecho y sus piernas intentando devolverle algún atisbo de vida. En realidad, sus manos en su tórax extraían la cartera y todos sus efectos personales, en las piernas, a la altura de los bolsillos del pantalón, buscaba los restos de alguna calderilla, ni siquiera el ademán de tomar el pulso, era otra cosa que la extracción de los relojes de pulsera, detenidos en aquellas fatídicas horas.
El expoliador necrófago dio la espalda al mar y a la muerte y se perdió entre la arboleda lejana con su ignominioso botín. Desamparados en la playa reposaban los restos de la piedad maltrecha por la rapiña, salobres envoltorios de almas en tránsito, aturdidas por los recientes decesos.
En lontananza, un enorme petrolero vaciaba sus sentinas, dejando un rastro inmundo de fuel mientras una embarcación a su costado intentaba temeraria, maniobras de abordaje para frustrar el vertido.
El mundo conocido crecía en su edad del tiempo y las fuerzas se debatían por todo su orbe en contiendas donde el heroísmo y la villanía no daban tregua a la paz del hombre.